miércoles, 13 de abril de 2011
La experiencia en el tiempo La Agonía de las Religiones
 La experiencia en el tiempo                                                 
El  hombre realiza la experiencia de Dios en el tiempo, durante el  transcurso de su evolución natural. No se puede tener una experiencia  artificial de Dios en algunos minutos o unas pocas horas de meditación.  Esa experiencia natural -y de naturaleza vital- es parte integrante de  la vida y de la existencia humana. Podemos recordar la expresión de  Descartes: La idea de Dios en el hombre es semejante a las  características del obrero en su obra. Descartes fue el precursor de  Kardec, como Juan el Bautista lo fue de Cristo. Tenemos, por tanto, una  curiosa correlación histórica entre el advenimiento del Cristianismo y  la aparición del Espiritismo, que se complementa en otros numerosos  aspectos. 
Recordando  la teoría de la reminiscencia formulada por Platón, según la cual las  almas nacen en la Tierra marcadas por el recuerdo del mundo de las  ideas, comprenderemos más fácilmente la existencia de la idea innata de  Dios en el hombre. Esa idea innata no es solo una marca, sino también el  punto inicial o el eje en torno del cual se procesa todo el desarrollo  espiritual de la criatura humana. Podemos seguir ese proceso desde la  adoración de los elementos naturales por el hombre primitivo -a partir  de la litolatría, adoración de la piedra y de otras formaciones  minerales- hasta la aparición del monoteísmo, con la idea de Dios único,  que Kant consideró como el más elevado concepto formulado por la mente  humana. Vemos, entonces, que la idea de Dios representa, histórica y  antropológicamente, una especie de marcapaso de toda la evolución  humana. 
En  el hallazgo del cogito, de la cogitación de Descartes sobre la realidad  o no de la existencia, el descubre, en lo más profundo de si mismo, una  idea extraña que es la de la existencia de un Ser Absoluto y, por  tanto, absolutamente perfecto. Esa idea no podía haber sido originada  por sus experiencias de ser relativo e imperfecto. Descartes la  consideró extraña porque sólo podría provenir de fuera de él, de la  existencia real de ese Ser Absoluto. Así descubrió que tuvo una  experiencia de Dios, enteramente independiente de todas sus experiencias  terrenas. 
La  importancia de esos hechos históricos y culturales fue deliberadamente  negada por la cultura lega que se desenvolvió en el Renacimiento y dio  forma al mundo moderno. El predominio creciente de las conquistas  materiales de la civilización occidental asfixió a esas conquistas del  Espíritu. El hombre se olvidó del significado de esos hechos, de esos  episodios culminantes de la cultura humana, y las religiones dogmáticas  transformaron la idea de Dios en una simple creencia desprovista de  raíces experimentales. Fue merito del Espiritismo el restablecer la  verdad y colocar la experiencia de Dios en su debido lugar dentro del  vasto panorama de la evolución de la humanidad. Se trata de la más  importante y profunda experiencia del hombre, de una experiencia que  deberá llevarlo a la comprensión de  su verdadera naturaleza y de su autentico destino. En consecuencia, es  imposible reducirla a una conquista particular y eventual de algunas  solas personas que hoy se entregan a las prácticas de la meditación. 
Aclaro  que no pretendo negar ni disimular el valor de la meditación como  disciplina mental y recurso de elevación espiritual. Sólo sostengo que  la meditación es el resultado y no la generadora de la experiencia de  Dios, pues esa experiencia ya acompañaba al hombre mucho antes que el  hubiese adquirido el poder del pensamiento abstracto y pudiese meditar.  La vivencia religiosa, por el simple hecho de ser vivencia y no  reflexión, es inherente al hombre desde su aparición en el planeta. Esa  es una cuestión que hoy se nos muestra de una manera evidente. 
La  concepción espirita va aún más lejos y más profundamente, pues niega al  hombre actual el derecho de aislarse del mundo para buscar a Dios y,  por tanto, de buscar a Dios o a los poderes espirituales por medio de  procesos artificiales. El medio natural de evolución, para el hombre y  para todas las cosas y todos los seres, es la relación. Si cortamos  nuestro contacto social y cultural para elevarnos, nos estamos ubicando  en una situación errada y tomando un camino ilusorio. 
La  búsqueda solitaria de Dios es un acto egocéntrico y preferencial. El  místico vulgar no bucea en si mismo para encontrar en Dios la relación  con el mundo -como lo hizo Descartes-, sino que, por el contrario, lo  hace para desligarse del mundo y unirse aisladamente a Dios. No es  guiado por el amor a la humanidad, sino por el amor a si mismo. Prefiere  elevarse por encima de los demás, para encontrar en Dios el refugio y  la fortaleza con los que podrá construir y usufructuar, solito, su  felicidad particular. Prefiere la fuga del mundo basada en su  superioridad personal y, por tanto, egoísta y antirreligiosa, a su  ligación con el mundo y con Dios para la realización de la unidad  global, que es el objetivo de la religión. 
La  diferencia absoluta entre la posición de Cristo y la posición de Buda y  de las llamadas religiones orientales, es esa, precisamente. Mientras  Buda abandona el mundo para buscar a Dios en la soledad, Cristo se  sumerge en el mundo para religar a los hombres en y con Dios. La acción  de Buda es subjetiva y contraria a la experiencia del mundo, mientras  que la dinámica de Cristo es objetiva, pues considera a la experiencia  del mundo necesaria para el desenvolvimiento de la experiencia de Dios  en el hombre. Medio millón de personas entregadas a la meditación con el  fin de intentar la unión personal de cada una de ellas con Dios, no  representa un esfuerzo colectivo de unidad -una acción religiosa-, sino  una simple coincidencia de esfuerzos particulares y aislados, como  sucede en la búsqueda de oro  en las regiones auríferas. No se trata, pues, de un esfuerzo colectivo,  sino de millares de intentos individuales y egoístas. 
Tampoco  quiero negar -de ninguna manera-, el valor espiritual de Buda, cuya  enseñanza correspondía a la necesidad de orientación de una comunidad de  almas extrañas a la Tierra, exiliadas en nuestro planeta, que tenían  por objetivo el regreso a su mundo de origen. En ese caso, la negación  individual del mundo -de nuestro mundo- se manifestaba en forma  colectiva en razón del objetivo común del retorno al paraíso perdido. La  teoría espírita de la migración entre los mundos -apoyada en la teoría  cristiana de las muchas moradas de la casa de mi Padre- es la clave  indispensable para 1a comprensión de este problema. 
En  la evolución de cada mundo llega un momento en que su población se  divide en dos campos bien diferenciados, como se observa hoy en la  Tierra. Uno de ellos evolucionó lo suficiente para integrar una  humanidad planetaria superior, mientras el otro continúa en un estado de  inferioridad. La población de ese plano inferior necesita, entonces,  ser transferida a otro mundo que esté en su mismo nivel evolutivo a  efectos de que recupere allí el tiempo perdido. Cuando esa población  haya alcanzado en ese otro planeta el progreso necesario, retornará a su  mundo de origen. En esa situación, la vivencia aislada en las prácticas  solitarias de la meditación constituye una recapitulación del  aprendizaje. A esas almas emigradas era a las que Buda dirigía su  mensaje superior, como otros lo habían hecho  antes que él. 
En  nuestra humanidad terrestre solamente la acción de Cristo -venciendo al  mundo, según sus propias palabras-, impulsó el aceleramiento evolutivo  que viene transformando a la Tierra no sólo en las áreas cristianas,  sino en toda su extensión. El Cristianismo institucional, de iglesia,  absorbiendo elementos espirituales de las religiones orientales, que se  oponían a los principios de entregarse al mundo de las religiones  mitológicas, se sumergió en el ascetismo de las órdenes monásticas de  Oriente y en el aislacionismo de la concepción socio céntrica de Israel.  Las sectas cristianas se encerraron en si mismas, desde la comunidad  apostólica del libro Hechos de los Apóstoles, estableciendo una división  arbitraria entre los escogidos de Dios y los abandonados por él. La  practica del  bautismo del espíritu, del tiempo de Jesús, que daba a la criatura la  experiencia directa de la realidad espiritual, se convirtió en la forma  de evocación ritual y privilegiada del Espíritu Santo, que da al  creyente la ilusión de una condición conferida por la gracia. Las  iglesias cristianas se transformaron en islas de santidad y de pureza en  medio de la impureza del mundo, como el Israel antiguo en el mundo  mitológico. 
La  experiencia de Dios, personal e intransferible, sustituyó a la  experiencia de Dios en el mundo, a la vivencia universal de la enseñanza  y del ejemplo de Jesús. Es por esa causa que los cristianos de hoy se  organizan en grupos socios céntricos cerrados. 
Contrariamente  a eso, la revelación espirita considera a la gracia, sencillamente,  como la fuerza que Dios concede al hombre de buena voluntad para vencer  sus imperfecciones, sea él de tal o cual religión o de ninguna. El  bautismo antiguo del espíritu es sustituido por el bautismo exclusivista  y sectario, mientras que aquél era accesible a todos, no según el  criterio eclesiástico, sino de acuerdo al criterio de Dios. Nada  ejemplifica mejor esa cuestión que el episodio de Hechos de los  Apóstoles en que el apóstol Pedro, en Jope, se niega a atender al  centurión Cornelio, más, advertido por el mundo espiritual lo atiende y  descubre el sentido universal del bautismo del espíritu. Pedro, aun  imbuido de los principios aislacionistas del judaísmo, no podía  comprender que le fuese permitido  socorrer a una familia de romanos en que la mediumnidad comenzaba a  manifestarse. Fue necesario que el Espíritu le advirtiese -a él, que  había seguido y oído a Cristo hasta el momento de ser aprisionado- de  que Dios nada había hecho impuro, para que su conciencia se abriese a la  verdadera comprensión del mensaje cristiano. 
El  egocentrismo humano, esa centralización del hombre en si mismo, que  genera y alimenta al orgullo, es una consecuencia natural de las bases  de formación de la conciencia, de formación del individuo como una  unidad espiritual específica opuesta a la pluralidad y diversidad del  mundo. Mas ese egocentrismo, que debe abrirse al altruismo en la  proporción en que el hombre va madurando, es alimentado por el ansia de  los privilegios que las iglesias satisfacen con sus concesiones  ilusorias a sus fieles. Todo tiene su utilidad en un determinado tiempo,  pero después se convierte en inútil y hasta perjudicial. En el mismo  medio espirita esa tendencia a conservar ciertas posiciones propias del  pasado aun subsisten, particularmente en el plano institucional, donde  los puestos de comando reencienden en el  Espíritu la llama de las viejas y desviadas ambiciones. El hombre,  Espíritu encarnado –envuelto por la neblina de la carne, como lo define  Emmanuel- está siempre propenso a reincidir en sus errores del pasado.  El regreso a las condiciones de la vida material lo colocan de nuevo  ante la posibilidad de disfrutar las oportunidades que fueron útiles o  desagradables en el pasado. Las ilusiones renacen en su corazón humano.  Las perspectivas espirituales se pierden en las tinieblas. En las  religiones formalistas ese llamado del pasado adquiere mucha fuerza. 
La  lucha contra los residuos del pasado exige oración y vigilancia, como  Jesús enseñó. No obstante la idealización del diablo, como  personificación mitológica del mal, todas las grandes religiones  reconocen que la tentación está dentro de nosotros mismos. Mucho más que  la influencia de los Espíritus inferiores, lo que nos arrastra  nuevamente a los viejos caminos del error son las propias tendencias que  traemos en nuestro íntimo. La oración consciente, hecha con sinceridad y  fe, ilumina nuestro ser y proyecta luz sobre los oscuros panoramas  profundos del alma, haciéndonos discernir el contorno real de las cosas.  Nada se modifica en nosotros, pero nos iluminamos por dentro. Y si  mantuviéramos nuestra vigilancia con la intención sana de acertar,  veríamos fácilmente lo que nos conviene y  lo que no nos conviene hacer. Entonces, podemos repetir con Pablo: Todo me es lícito, más no todo me conviene.  Siguiendo así el camino que la prudencia esclarecida nos indique, todo  lo modificaremos para mejorar en nosotros mismos, tornándonos aptos para  auxiliar a los demás a mejorarse. 
Tenemos  a cada instante, a cada minuto de nuestra vida diaria la experiencia de  Dios, dado que la vida misma es, en si misma, esa experiencia. Desde el  momento en que nacemos hasta el instante final de nuestra existencia  estamos en relación permanente con Dios, no el dios particular de tal o  cual iglesia, sino el Dios en espíritu y materia que se manifiesta en  una hoja de hierba, en la belleza gratuita de una flor, en el brillo de  una estrella, en un perfume, en una voz, en una nota musical aislada, en  un apretón de manos y, principalmente, en una idea, en un sentimiento,  en una aspiración que brota del ansia de trascendencia de nuestra alma. 
Lo  que nos hace falta es estar más atentos, más despiertos para la  percepción consciente de esos múltiples e infinitos milagros de la vida  cotidiana. El hombre sin Dios es solamente aquel que se niega a aceptar  la presencia de Dios en si y en su entorno. Para ese hombre, la  meditación es un ensayo en el campo de la frustración, una inmersión en  el mundo opaco del sin sentido. 
                  J. Herculano Pires
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